«EL TORO, ESE ANIMAL INCOMPRENDIDO.»

Desde que lo engancharon a las mulillas hasta que desapareció por la puerta de arrastre estuve tocándole las palmas. Yo solo. Era colorao y bien hecho,  flojeó en el primer tercio y un público amadrileñado se puso en su contra cuando la presidenta no lo devolvió al corral. Luego, no sólo no volvió a caerse, sino que embistió con clase y mucho temple. Un toro para soñar el toreo, pero para soñarlo, primero hay que sentirlo. Sebastián Castella lo toreó con aseo y suavidad al principio, y por momentos, de forma impecable. Pero a su toreo le faltó alma, el mensaje estético que demandaba aquella embestida sublime. Luego fue acelerando su muleta de forma incomprensible hasta terminar, a modo de sacrilegio, con el inevitable arrimón de todos los días. Al toro incomprendido lo arrastraron entre el penoso silencio de la indiferencia.

El lote de Castella se completó con un animal demasiado blando y con otro demasiado brusco. A ambos, por la falta de temple de su muleta, los puso peor de lo que estaban. Su rival en este absurdo mano a mano fue López Simón, un joven ambicioso, valiente y en proceso de aprendizaje, como es lógico. Con la derecha torea a media altura y pega un latigazo de mitad de muletazo en adelante para despedir hacia fuera la embestida. Más que torear, pasea a los toros. Y con la izquierda, en cambio, baja más la mano y mantiene un mismo ritmo de principio a fin del muletazo. Cortó sendas orejas al cuarto y sexto, después de andar atolondrado y a trompicones con un primer oponente que también sirvió bastante.

El primer trofeo llegó frente a un ejemplar maravilloso y también incomprendido. Primero por el torero, que le pegó nada menos que diez tandas de muletazos y sólo en seis o siete naturales fue capaz de estar a la altura de tan excelsa embestida. Y después por el público, que en el arrastre le dedicó cuatro palmas insignificantes después de haber derrochado entrega, ritmo y profundidad. Era de vuelta al ruedo. López Simón aprovechó la inercia del animal al principio para torearlo ligado y vibrante en redondo, pero cuando el toro perdió el brío y hubo que traérselo, Alberto no supo hacerlo y comenzó a amontonarse. Tardísimo cogió la zurda, y fue entonces cuando llegaron esos naturales estupendos, por templados, largos y hasta con su notable dosis de calidad mientras el toro de El Pilar se abría por los vuelos de la muleta para llorar de gusto. Como premio a ese espléndido toreo con la izquierda le dieron una oreja. El toro era de dos.

Ante el sexto se quedó muy quieto y ligó muchos pases, la mayoría de escaso relieve, pero protagonizó una impostada puesta en escena muy fructífera ante un público que cada vez anda más perdido. López Simón completó otra labor interminable en la que se trabajó la historia del toreo cruzado hasta límites escandalosos, dando pasitos muy cortos hasta colocarse en el pitón contrario mientras que cuatro expertos le tocaban las palmas, y ciento cuarenta y cuatro más completaban el coro de palmeros. Luego resulta que en el segundo muletazo ya estaba metido en la oreja del animal, y no digamos en el tercero, en el cuarto y en el quinto de cada tanda. O sea, que vendió a la ¿afición? un toreo muy cruzado cuando en realidad, fue todo lo contrario.

Volviendo a los toros incomprendidos de El Pilar, me hubiera encantado ver con ellos a tres o cuatro toreros viejos y ya retirados: Curro Vázquez, Manolo Cortés, Sánchez Puerto y Pepe Luis Vázquez. ¿Hace 20 años?, preguntó mi vecino de localidad. No hombre… Hoy mismo.

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